Para todos los que son aporreados,
para los descalabrados,
los
huérfanos, los sencillos, los oprimidos,
para
los espectros que viven en la ciudad de fuego de nuestra época…
Para los que son llevados en coches
rápidos a la casa donde
les
golpean diestros muchachos sobre la mesa que los desloma,
o
bien coceados en las ingles y luego dejados de lado,
con
los músculos crispados,
como
una gallina decapitada y arrojada al suelo,
mientras
es introducida la siguiente víctima, un hombre con los ojos blanquecinos
y muy abiertos.
Para
los que todavía dicen: ‹‹¡Frente Rojo›› O: ‹‹¡Dios Salve al Rey!››,
y
para los que, a pesar de no ser valientes,
fueron
igualmente golpeados.
Para
los que, en silencio, escupen dientes y sangre
en su
celda,
duermen
bien sobre piedra o acero y, cuando llega la ocasión,
antes
de morir, matan al guardián en el retrete;
para
los que tienen los ojos hundidos y las lámparas encendidas,
para
los que llevan cicatrices y cojean,
para
los que descansan en tumbas sin nombre abiertas en el patio de la cárcel,
en
tumbas cuya tierra es alisada antes del alba y regada con cal.
Para
los sacrificados súbitamente. Para los que, durante años y años,
viven
resistiendo, vigilando, esperando, y que cada día
van a
trabajar, a hacer cola o a la reunión clandestina,
sin
por ello dejar de vivir, engendrar hijos y contrabandear armas,
hasta
que al final son hallados y muertos como si fueran ratas de sumidero.
Para los que increíblemente se
evaden
y
viven, errantes, en exilio…
Para
los que viven en habitaciones pequeñas en ciudades extranjeras
y
piensan en su país, en la alta hierba verde,
en
las voces de su infancia, en su idioma, en el olor que tenía, entonces, el
viento,
en la
forma de las habitaciones, el café bebido a la mesa,
la
conversación con los amigos, la amada ciudad, el rostro del camarero,
la
lápida de las tumbas con el nombre, las tumbas en las cuales no descansarán,
ni en
aquéllas ni en ninguna otra en la tierra. Sus hijos son extranjeros.
Para aquellos que organizaron
planes, y fueron líderes, y fueron vencidos,
y
para los humildes y estúpidos, que no tenían ninguno,
pero
fueron denunciados, y se airaron, y contaron chistes,
y
nada podían explicar, y fueron enviados a los campos de concentración,
y sus
cuerpos sacados en ataúdes sellados con la inscripción: ‹‹Muerto de pulmonía.››
O: ‹‹Muerto al intentar huir.››
Para
los cultivadores de trigo que fueron fusilados junto a sus gavillas,
para
los productores de pan que fueron enviados a los desiertos bloqueados por el hielo
y
cuyos cuerpos recuerdan sus campos.
Para los que son denunciados por sus
presumidos y horribles hijos
por
una estrella verde o por el orgullo del Estado Perfecto,
para
los estrangulados, castrados o solamente muertos de hambre para hacer estados perfectos;
para
el sacerdote colgado con su propia sotana,
el
judío que agoniza con el pecho aplastado,
el
revolucionario linchado por la guardia privada para hacer perfectos estados
en
nombre de los perfectos estados.
Para los que son traicionados por vecinos
con los cuales se estrechaban la mano,
para
los traidores que, sentados en la dura silla,
con
los cabellos empapados de sudor y sin poder dejar
de
mover los dedos,
dan
el nombre y el domicilio de la persona.
Para
los que estando sentados a la mesa, en su casa,
con
la lámpara encendida, ante los platos y el olor de la comida,
hablando
en voz queda, oyen el ruido de los coches
y el
golpe a la puerta, y se miran unos a otros rápidamente,
y la
mujer va a abrir la puerta con la cara alargada,
alisándose
el vestido.
‹‹Todos
somos buenos ciudadanos aquí.
Creemos
en el Estado Perfecto.››
Y
aquélla fue la última vez
que
Antonio, Carlos o Sebastián estuvieron en casa,
y la
familia fue liquidada después.
Oímos
los disparos en la noche,
pero
nadie supo, al día siguiente, qué había ocurrido,
y un
hombre ha de ir a trabajar. Estuve tres días sin verle,
entonces,
y casi no pensaba en ello,
y
todas las patrullas andaban por las calles con sus asquerosas pistolas,
y
cuando él regresó perecía un borracho, pero iba todo manchado de sangre.
Para las mujeres que lloran a sus
muertos en la noche secreta,
para
los niños a quienes se enseña a estar quietos, los niños viejos,
los
niños que son golpeados en la escuela.
Para
el laboratorio destrozado,
la casa
desventrada, el retrato ensuciado, el pozo con orines,
el
desnudo cadáver de la Inteligencia arrojado en la plaza,
sin
que nadie se atreva a mover un dedo o a hablar.
Para el frío del cañón de las
pistolas y el calor de la bala,
para
la cuerda que estrangula, las manillas que aprietan,
la
enorme voz metálica que miente desde mil tubos,
las
tartamudeantes ametralladoras que contestan todo.
Para el hombre crucificado sobre dos
ametralladoras cruzadas,
sin
nombre, sin resurrección, sin estrellas,
con
la negra cabeza cargada de muerte y la carne
acida
desde hace mucho,
con
el olor de sus muchas prisiones; Juan Pérez, Juan González, Juan Nadie
– ¡oh
quién puede saber su nombre! –,
sin
rostro como el agua, desnudo como el polvo,
violado
como la tierra envenenada por granadas de gas
y por
los bárbaros portentosos.
Éste
es él.
Este
es el hombre que ellos, con los guantes puestos,
devoran
sentados a la mesa verde.
Éste
es el fruto de la guerra y es el fruto de la paz,
la
madurez del progreso, el nuevo cordero,
la
respuesta a la sabiduría del sabio.
Pero
aun cuelga y aun no se ha muerto,
y
aun, en las ciudades de acero de nuestro tiempo,
la
luz se apaga y la sangre terrible fluye.
Creíamos que todo esto había pasado,
pero estábamos equivocados.
Así
lo creíamos, porque éramos poderosos y sabios.
Creíamos
que el largo tren correría hasta el final del tiempo.
Creíamos
que la luz aumentaría.
Ahora
el largo tren ha descarrilado y los bandidos lo saquean.
Ahora
mandan los verracos y los áspides.
Ahora
la densa noche vuelve a cubrir el oeste.
Nuestros
padres, y nosotros mismos, sembraron dientes de dragón.
Nuestros
hijos comprenden, y soportan a los hombres armados.
Stephen Vincent Benet (1898-1943), poeta
estadunidense.
Traducción
de Agustí Bartra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario