La temprana historia del subcontinente, a partir de las guerras de independencia, fue marcada por la acción de caudillos y líderes militares, cuya actitud en torno a la política y la nación se resolvía en entender a ésta como un campo de batalla eterno. Causa no menor de la penuria de los países en ese periodo fue la inestabilidad que los caudillos provocaban: al arribo al poder de uno le seguía el alzamiento de otro. La gravitación de los ejércitos significó en América latina un obstáculo para la organización y el avance. Mientras que los países hegemónicos se han distinguido por proyectar el esfuerzo bélico hacia afuera, América latina lo ha dirigido hacia dentro, hacia la acción contra sus propios ciudadanos.
Al siglo XX le acompañó la profesionalización de los ejércitos, que ahora actuaban como una institución corporativa con clara consciencia de su peso en la sociedad. En la segunda mitad del siglo los golpes de Estado fueron la carta más recurrente en las jugadas políticas; pocos países se vieron libres de la égida marcial. En casi toda América latina los generales y los coroneles se vieron ungidos presidentes, juntas militares impuestas, congresos disueltos, estados de excepción declarados, y una dura represión siguió: terror y tortura, desaparecidos y exiliados. Una completa falta de respeto por los derechos humanos.
México, desde su originalidad regional, observaba con algo de arrogancia cómo los países del sur eran consumidos en regímenes marciales. Parecía que en nuestro país el ejército había sido subsumido, el estado de derecho mantenido. Sin embargo, hay algo de la situación mexicana actual que parece recordar a la antesala del gran avance marcial en América del sur: los golpes de Estado se dieron en momentos en que el ejército gravitaba de manera importante, momentos en que dicha institución era concientizada del poder único que le era dotado por las armas. El ejército mexicano, al ser el último enclave entre el gobierno y el narcotráfico (aunque los bandos no estén del todo separados), comenzará, si no es que ya comenzó, a darse cuenta de sí como un actor separado del gobierno y con alentadoras posibilidades de insubordinarse. Otra cualidad casi general en los países del sur al momento de los golpes de Estado era una inminente victoria electoral de un partido adverso al ejército, o incluso esta adversidad podía ser inventada de manera discursiva a fin de legitimar el acceso al poder. Los golpistas trataban de presentarse a sí mismos como los defensores de la nación ante el advenimiento de los enemigos y criminales que, por medio de la manera democrática, se aprestaban a llegar al poder.
Predecir la historia, si ya suena ingenuo, no lo es menos a pesar de que se identifiquen coyunturas y movimientos que apuntan a asemejarse a la naturaleza de un tiempo pasado. Sin embargo, cabe recordar que el ejército, cuando se proyecta hacia dentro de la nación, se convierte en un actor peligrosísimo. Ya la situación marcial en México es grave, esta reflexión pretende señalar que si no se actúa con cautela podría tornarse aún más seria. La creencia en que los golpes de Estado y las dictaduras militares son algo superado, anacrónico, y que no volverá (aunque de hecho tengamos ejemplos muy recientes), termina por ser no sólo más ingenua que la predicción histórica, sino mucho más peligrosa. Los horrores del pasado tienen las mismas oportunidades de reproducirse en cualquier época, quizá más en aquellos lugares que no los han conocido aún.
Juan Francisco
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