domingo, 23 de septiembre de 2012

Letanía para las dictaduras


            Para todos los que son aporreados, para los descalabrados,
los huérfanos, los sencillos, los oprimidos,
para los espectros que viven en la ciudad de fuego de nuestra época…

            Para los que son llevados en coches rápidos a la casa donde
les golpean diestros muchachos sobre la mesa que los desloma,
o bien coceados en las ingles y luego dejados de lado,
con los músculos crispados,
como una gallina decapitada y arrojada al suelo,
mientras es introducida la siguiente víctima, un hombre con los ojos blanquecinos
            y muy abiertos.
Para los que todavía dicen: ‹‹¡Frente Rojo›› O: ‹‹¡Dios Salve al Rey!››,
y para los que, a pesar de no ser valientes,
fueron igualmente golpeados.
Para los que, en silencio, escupen dientes y sangre
en su celda,
duermen bien sobre piedra o acero y, cuando llega la ocasión,
antes de morir, matan al guardián en el retrete;
para los que tienen los ojos hundidos y las lámparas encendidas,
para los que llevan cicatrices y cojean,
para los que descansan en tumbas sin nombre abiertas en el patio de la cárcel,
en tumbas cuya tierra es alisada antes del alba y regada con cal.

Para los sacrificados súbitamente. Para los que, durante años y años,
viven resistiendo, vigilando, esperando, y que cada día
van a trabajar, a hacer cola o a la reunión clandestina,
sin por ello dejar de vivir, engendrar hijos y contrabandear armas,
hasta que al final son hallados y muertos como si fueran ratas de sumidero.

            Para los que increíblemente se evaden
y viven, errantes, en exilio…
Para los que viven en habitaciones pequeñas en ciudades extranjeras
y piensan en su país, en la alta hierba verde,
en las voces de su infancia, en su idioma, en el olor que tenía, entonces, el viento,
en la forma de las habitaciones, el café bebido a la mesa,
la conversación con los amigos, la amada ciudad, el rostro del camarero,
la lápida de las tumbas con el nombre, las tumbas en las cuales no descansarán,
ni en aquéllas ni en ninguna otra en la tierra. Sus hijos son extranjeros.

            Para aquellos que organizaron planes, y fueron líderes, y fueron vencidos,
y para los humildes y estúpidos, que no tenían ninguno,
pero fueron denunciados, y se airaron, y contaron chistes,
y nada podían explicar, y fueron enviados a los campos de concentración,
y sus cuerpos sacados en ataúdes sellados con la inscripción: ‹‹Muerto de pulmonía.››
            O: ‹‹Muerto al intentar huir.››
Para los cultivadores de trigo que fueron fusilados junto a sus gavillas,
para los productores de pan que fueron enviados a los desiertos bloqueados por el hielo
y cuyos cuerpos recuerdan sus campos.
            Para los que son denunciados por sus presumidos y horribles hijos
por una estrella verde o por el orgullo del Estado Perfecto,
para los estrangulados, castrados o solamente muertos de hambre para hacer estados perfectos;
para el sacerdote colgado con su propia sotana,
el judío que agoniza con el pecho aplastado,
el revolucionario linchado por la guardia privada para hacer perfectos estados
en nombre de los perfectos estados.

            Para los que son traicionados por vecinos con los cuales se estrechaban la mano,
para los traidores que, sentados en la dura silla,
con los cabellos empapados de sudor y sin poder dejar
de mover los dedos,
dan el nombre y el domicilio de la persona.

            Para los que estando sentados a la mesa, en su casa,
con la lámpara encendida, ante los platos y el olor de la comida,
hablando en voz queda, oyen el ruido de los coches
y el golpe a la puerta, y se miran unos a otros rápidamente,
y la mujer va a abrir la puerta con la cara alargada,
alisándose el vestido.
                                    ‹‹Todos somos buenos ciudadanos aquí.
Creemos en el Estado Perfecto.››
                                                            Y aquélla fue la última vez
que Antonio, Carlos o Sebastián estuvieron en casa,
y la familia fue liquidada después.
                                                Oímos los disparos en la noche,
pero nadie supo, al día siguiente, qué había ocurrido,
y un hombre ha de ir a trabajar. Estuve tres días sin verle,
entonces, y casi no pensaba en ello,
y todas las patrullas andaban por las calles con sus asquerosas pistolas,
y cuando él regresó perecía un borracho, pero iba todo manchado de sangre.
            Para las mujeres que lloran a sus muertos en la noche secreta,
para los niños a quienes se enseña a estar quietos, los niños viejos,
los niños que son golpeados en la escuela.
                                                            Para el laboratorio destrozado,
la casa desventrada, el retrato ensuciado, el pozo con orines,
el desnudo cadáver de la Inteligencia arrojado en la plaza,
sin que nadie se atreva a mover un dedo o a hablar.

            Para el frío del cañón de las pistolas y el calor de la bala,
para la cuerda que estrangula, las manillas que aprietan,
la enorme voz metálica que miente desde mil tubos,
las tartamudeantes ametralladoras que contestan todo.
            Para el hombre crucificado sobre dos ametralladoras cruzadas,
sin nombre, sin resurrección, sin estrellas,
con la negra cabeza cargada de muerte y la carne
acida desde hace mucho,
con el olor de sus muchas prisiones; Juan Pérez, Juan González, Juan Nadie
– ¡oh quién puede saber su nombre! –,
sin rostro como el agua, desnudo como el polvo,
violado como la tierra envenenada por granadas de gas
y por los bárbaros portentosos.
                                                            Éste es él.
Este es el hombre que ellos, con los guantes puestos,
devoran sentados a la mesa verde.
Éste es el fruto de la guerra y es el fruto de la paz,
la madurez del progreso, el nuevo cordero,
la respuesta a la sabiduría del sabio.
Pero aun cuelga y aun no se ha muerto,
y aun, en las ciudades de acero de nuestro tiempo,
la luz se apaga y la sangre terrible fluye.

            Creíamos que todo esto había pasado, pero estábamos equivocados.
Así lo creíamos, porque éramos poderosos y sabios.
Creíamos que el largo tren correría hasta el final del tiempo.
Creíamos que la luz aumentaría.
Ahora el largo tren ha descarrilado y los bandidos lo saquean.
Ahora mandan los verracos y los áspides.
Ahora la densa noche vuelve a cubrir el oeste.
Nuestros padres, y nosotros mismos, sembraron dientes de dragón.
Nuestros hijos comprenden, y soportan a los hombres armados.

Stephen Vincent Benet (1898-1943), poeta estadunidense.
Traducción de Agustí Bartra.



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